La música lo empezaba a aturdir. Era una especie de electrónica asiática, una mezcla bizarra de Guetta con el Gangam Style. Un delirio futurista que le incomodaba cada segundo más. Pero su cerveza seguía fría y el tiempo estaba para ser matado. Por eso agarró su celular y se puso a mirar Instagram. Esa ensalada de fotos de (des)conocidos, llena de glamour y caretaje lo había envuelto en un ida y vuelta adictivo. El dedo gordo deslizaba para abajo y sin quemar neuronas le daba me gusta a lo primero que se le aparecía. Había de todo: vulgaridad expresada en comida, sensualidad en lugares inhóspitos y rebeldía barata a la orden de un click. Algo en todo eso le atraía. Quizás la posibilidad de perderse un rato en vidas ajenas o fantasear que sin gastar un peso recorría el mundo de la mano de una modelo. Sabía que esos minutos de hipnosis eran mejor que maquinarse pensando si ella iba a volver.
Habían pasado casi dos meses. Para ser más exacto, como a él le gustaba aclarar, 54 días. No sabía si esos pocos que le restaba a la cuenta servían para algo o simplemente lo llenaban de esperanza. Pero por algo los tenía contados.
El final fue abrupto e inesperado, por lo menos para él. “No sé cómo decirte esto, pero me están pasando cosas con un compañero de trabajo”, le dijo una noche llena de clichés, mientras una pieza de sushi se atascaba en su garganta y se aguantaba las lágrimas para no llorar. No tuvo respuesta alguna. Quizás fue el arroz el que le comió la lengua o su futuro que empezaba a ser incierto. Ese que hasta hace poco había imaginado junto a ella, y ahora había desaparecido. De un bocado de sashimi a otro. Lo abrazó por última vez y se despidieron. El living de su casa quedó helado, el salmón empezó a oler a podrido y la cama dejó de ser refugio para sus pasiones.
Mientras la cerveza perdía efervescencia y su celular se empeñaba en refregarle la felicidad ajena; decidió que era hora de empezar a dejar atrás aquella fatídica noche -le gustó ponerle ese adjetivo porque en parte lo fue. Miró de punta a punta todas las mesas del bar, meticulosamente analizó cada una de las personas que sentadas disfrutaban de sus tragos, y se miró a sí mismo. Entendió que en ese bar no iba a encontrar una respuesta y mucho menos un amor. Solo encontraba en su soledad un camino: el de volver a empezar.
Agarró su campera, fondeó los últimos tragos de cerveza que quedaban y salió a la calle. “Palermo no es refugio para almas solitarias”, pensó mientras cruzaba Gorriti y se adentraba en Malabia. La cabeza le daba muchas vueltas, pero no había señal de una futura resaca a la vista. Era solo una calesita de pensamientos que como graffities se colaban en las paredes del barrio: “El amor es todo menos duda”, leyó en una pared y le quedó grabado con tinta fresca y fluorescente en su inconsciente. En pocos segundos había entendido todo lo que los últimos 54 días no le habían podido explicar. Parecía como si una caja del blanqueador más usado se le hubiese presentado enfrente para borrar todo tipo de recuerdo que tenía de ella. Ella, la que había dudado de su amor. Ella, la que lo había dejado. Ella, la que no se la había jugado. Ella, la que le había partido el corazón. Ella…
Gastó la suela y enfiló hasta Cabildo donde esperó el 152. Aguantó su llegada cubriéndose de esos mentirosos doce grados de marzo cerrando la campera hasta el cuello y los sobrevivió con una cerveza que había conseguido en un quiosko de la esquina. El bondi lo rescató de esos pensamientos autoflagelantes y lo devolvió a esa vieja imagen solitaria del bar pero con otra escenografía: una lata bien fría de medio litro, los auriculares que le obligaban a mover la cabeza al ritmo de Jungle y su dedo que ahora buscaba sonrisas en fotos de amigos, familia y paisajes vistos con sus propios ojos. Se cruzó con esas últimas instantáneas que los mostraba juntos: los palitos de sushi cruzados, dos copas de vino y sus ojos verdes achinados. “El amor es todo menos duda”, recordó. Su dedo gordo fue directo al tacho rojo de la esquina derecha del celular. “¿Estás seguro que quieres eliminar esto?”. Se tomó unos segundos para escanear la gente que lo acompañaba en el bondi casi lleno. Analizó uno por uno los rostros que galopaban al ritmo del asfalto baqueteado, y se encontró con una mirada que lo electrificó de inmediato.
Pelo negro, corto y enrulado. Labios gruesos pintados de rosa chicle. Ojos marrones y mirada perdida. La ventana abierta hacía que el viento le golpeara la frente y bailoteara con sus rulos. Cada dos o tres golpes, con su mano izquierda se corría el flequillo que se le formaba aleatoriamente. Cada vez que lo hacía, regalaba una sonrisa. Gratis. Para quien la quisiera. Para él, quería creer. La remera blanca que decía T.Rex y con la foto de Marc Bolan lo había embobado. Sin darse cuenta había pasado varios minutos mirando cada uno de sus detalles. Se los había estudiado de principio a fin. Creía, en ese pequeño viaje de bondi, conocerla a la perfección. Creía encontrar el “Sí” a su seguridad de eliminar esa última foto juntos. Creía encontrar una respuesta a esos 54 días de living frío y cama sin pasión. Creía que todas sus lágrimas a escondidas tenían una razón. Creía, por primera vez en mucho tiempo, que “el amor es todo menos duda”. Creyó en eso, respiró hondo y avanzó…
*La foto y la frase son de Parafinas Doradas
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