— ¿Se puede poner una carpa ahí, en el jardín?
—Es invierno.
—No hay problema con eso.
—Como quieran, pero no hay más camas. Van a tener que aguantarse el frío.
Armamos la carpa de día, con sol. La terminamos en remera, y algún atrevido en cuero. Creo que fue Maxi. Después nos echamos una siesta y nos despertamos con los pies entumecidos por la noche que cayó en Cafayate. “Nos vamos a congelar si dormimos acá”, repetía el Manso. “No seas cagón, te tapás bien y listo”, le retrucaba Maxi, que seguía en cuero, con la bolsa de dormir hasta el pecho. Yo no me decidía. No tenía calor, pero tampoco plata. Cuando escuché las chispas, me tiré de cabeza al fuego.
Iban a preparar un asado, varios de los que estaban en el hostel. Entre ellos estaban Kim y Sarah, unas neozelandesas emponchadas hasta el culo. Tenían su vaso lleno de vino. Lo miraban, pero no se atrevían a sacar la mano de adentro de las capas de abrigos. Las saludé con falsa simpatía, como un empleado de una marca cara que se acerca a un cliente poronga. El salteño que seguía metiendo ramas en la parrilla me miró mal. Él estaba haciendo el trabajo fino y habrá pensado que el porteño quería arrebatarle lo que venía cociendo a fuego lento. Yo quería vino más que coger. Pedí permiso y me senté.
—Ahí está Jairo —me dijo mientras tiraba más palos.
— ¿Y ahí? —le señalé el lugar al lado de la más linda de las dos y la que más me miraba.
—Ahí estoy yo.
Era un dos contra dos, pero creo que las chicas no lo sabían porque cuando me levanté para volver a la carpa, la más linda, me hizo una seña que de movida no entendí. No hablaban castellano, pero entendían lo que pasaba. Estiró un brazo, como si frenara un bondi. No le presté atención y seguí camino al jardín, hasta que me habló.
— Hey, hola. ¿Quieres? —me dijo mientras levantaba su vaso. Miré al salteño, pegué media vuelta y me senté en su lugar.
—I am Nicolás ¿You?
—Kim.
—Mucho gusto.
—Mussho gusto —respondió con un acento estilo Luca Prodan, y soltó una risita tonta y hermosa.
Compartimos el vino. Aparecieron Maxi y el Manso. Se acercaron unas sillas. También Jairo, que era mucho más copado que su amigo. Trajo vasos para todos y una botella más. A una cuadra del hostel había un almacén, así que lo mandamos a Maxi a comprar un par de vinos más para aportar. Con eso lo ablandamos un poco al amigo. Además, le dijimos que teníamos una comida en otro lado, que en un rato nos íbamos a la mierda. Tenía una parte de verdad. Tocaba un conocido en un bar en el centro y la idea era ir a verlo. No sé si nos daba para la morfi, pero lo cierto era que después de los vinos nos rajábamos.
Jairo hacía lo imposible por hacerse entender y nosotros para no cagarnos de risa. Tampoco manejábamos mucho el idioma, pero el inglés de Jairo era conmovedor. Ponía las palabras que podía desordenadas y uno tenía que ir descifrando las frases. El Manso estaba copado con el juego. Kim y Sarah seguían agregando frazadas a su cuerpo. Solo se les veía los ojos, la nariz y la boca cuando tomaban vino. Y los dientes violetas. Lo poco que se veía estaba bien. Bastante para nosotros y para Jairo, que del entusiasmo se volcó medio vaso encima. Quiso poner una excusa, pero no le salió ni el castellano. Balbuceó unas cosas rarísimas, como si hubiera perdido la mitad de las consonantes. Kim se tentó, pero pudo disimularlo. El Manso no. Se le rió en la cara. Hubo un segundo, quizás dos, no sé, corto pero eterno, en que pensé que se pudría todo, que teníamos que sacar la carpa y tomarnos el palo. Jairo lo miró, lo tanteó, estuvo a punto de decirle algo pero no encontró ni siquiera las vocales. El Manso le devolvió la mirada, siguió riéndose, lo agarró del hombro y le dijo que era un fenómeno. Se abrazaron. Respiré y aplaudí un poco. El asador movió la cabeza, miró para abajo y después a la parrilla esperando una respuesta. Solo carne muerta.
Antes de que arrancaran con los choris nos levantamos, muy a pesar del Manso que estaba como un nene en un pelotero. Se quejó cuando lo sacamos del brazo. Les dijo que íbamos a andar por el centro, que ibamos a ir a Casa Ñanta, una especie de peña. Lo dijo primero en español y después en english, como le salió. Dibujó una guitarra en el aire, después se tomó un vino imaginario y remató con “music y wine, music y wine, in the centre. Come“. Las chicas asintieron. Jairo gritó “good, good”, y el asador siguió buscando una respuesta en el vacío, que se puso cada vez más oscuro.
No había mucha gente en el bar. Seis mesas ocupadas en un lugar bastante amplio. Sillas de madera, manteles te tela con motivos norteños, velas y un olor inconfundible a choclo, carne hervida y fritanga. Pedimos un par de empanadas cada uno y una cerveza Salta fuerte. “Una de las que salen lo mismo, pero pegan el doble” le dijo Maxi a la moza que lo miró como si fuera un extranjero. El conocido que teníamos era un amigo de mi primo. Nos habíamos cruzado un par de veces en Buenos Aires y ahora estaba de local. Tocaba zambas. Algunas propias y otras populares. Cantaba mejor de lo que le daba a la guitarra, era buena compañía para una birra y unas empanadas fritas de carne cortada a cuchillo. En la mesa de al lado había un tipo de más de cincuenta años, de rulos bien negros que cantaba todas las zambas populares. Lo acompañaba otro de la misma edad, con anteojos de culo de Salta fuerte, que nos miraba como si fuéramos marcianos. El Manso lo saludó con la mano, el tipo corrió su mirada miope a otro lado.
La cuarta botella llegó al mismo tiempo que Kim, Sarah y Jairo. Con la valentía que da bastante alcohol en sangre, los recibimos como campeones, gritando y festejando su entrada. “Vengan, siéntense, come here“. Abrimos la ronda y nos sentamos los seis en la misma mesa, bastante pegados. Quedé entre Jairo y Maxi.
— ¿Y tu amigo?
—Se tiene que quedar en el hostel. Está de encargado.
—Lo dejaron solo al pobre.
—Se quedó con otros changos, unos rosarinos.
—Y vos no te despegabas ni en pedo de las minas, ¿no? –le dijo el Manso. Los dos se rieron. Las chicas miraban.
— ¿Good boy? —dijo mirando a Kim Y Sarah.
—Yeah, very funny.
—Dicen que sos aburrido, Jairito.
—Se están cagando de la risa. Ya andan medio machadas.
— ¿Y vos?
—Empezando.
—Que marche otra birra entonces.
—Un vino, mejor.
Nos fuimos poblando de botellas. La mayoría, a cuenta del señor de rulos, que ahora estaba entre Maxi y yo. Kim me había quedado a tres sillas de distancia. Y ahora que hacía calor y solo la tapaba un sweater de llama, estaba mucho más linda que en el hostel. A Sarah la favorecía el invierno. El de culos de botellas se había ido.
— ¿De dónde son? —me preguntó el cincuentón.
—Buenos Aires. ¿Vos?
—De acá. ¿Cómo te llamás? —me dijo con un acento diferente a Jairo.
—Nicolás.
—Yo soy Rodolfo. Mucho gusto. —Me dio la mano, y la dejó un par de segundos más de lo habitual.
—Mucho gusto.
— ¿Dónde andan parando?
—En un hostel, de un amigo de Jairo. No me acuerdo el nombre.
— ¿Y está bien?
—Sí, que sé yo. Esta es nuestra primera noche. Antes estábamos en otro, pero nos fuimos porque era un poco caro. Ahora estamos con carpa.
— ¿Carpa?
—Sí. Preferimos darnos otros gustos, como verás.
—Pero se van a re congelar, me entendés.
—Si sobrevivimos hoy, vemos.
—Yo tengo un hotel. En realidad lo estoy terminando, me entendés, pero tengo un par de habitaciones listas. Les puedo hacer la gauchada, si me invitan unos vinos, me entendés.
—Gracias, pero no te hagas problema.
— ¿Y las niñas? ¿Están con ustedes en carpa también?
—No.
—Y tráiganlas.
Cortamos la conversación ahí porque me fui a fumar un cigarro afuera con El Manso y con Kim. Dejamos los abrigos en las sillas. Afuera la temperatura era otra. Las manos y los labios se nos pusieron blancos y violetas como los dientes. Kim, tiritaba y se sacudía como si tuviera Parkinson. Yo aproveché para refregarle la mano por la espalda. Le conté al Manso la propuesta de Rodolfo, el de rulos. Ni la dudó.
Cuando volvimos a la mesa, los tres temblábamos como pinos de bolos a punto de caer. El Manso se sentó en mi silla, lo abrazó sin pudor a Rodolfo y le dijo “gracias”. Todos lo miraron sorprendidos.
—Este gentil hombre nos invitó a su hotel a dormir —dijo mirándonos a uno por uno.
Rodolfo no pareció muy convencido de invitarnos a todos, pero no le quedó otra que sonreír y reafirmar la propuesta, recordando la condición del trato. Además agregó que podíamos comprar los vinos en un almacén que conocía y que los tomáramos en el hotel.
Nos levantamos. En la puerta, Jairo dijo que se iba para la casa, que estaba cansado y que tenía que trabajar al otro día. Kim me preguntó que estaba pasando. Le conté que íbamos a la casa de Rodolfo a tomar algo. Le dije que vengan. La llamó a Sarah y le contó. No parecieron muy contentas con la propuesta. Les dije que estaba todo bien, que no les iba a pasar nada. Siguieron mirándose. Se pusieron a hablar en un inglés imposible. Kim parecía querer convencer a Sarah. O eso quise creer. Rodolfo y el Manso nos apuraban. Maxi se fue con Jairo caminando para el lado del hostel.
Antes de que pudieran decidir, Rodolfo nos había metido a todos en su chata roja. Yo me senté adelante. El Manso y las chicas atrás. Adentro de la camioneta, había un olor fuerte, una mezcla de perfume de lavanda y olor a chivo agrio. Bajé la ventana. El Manso me dijo que estaba loco. Le pregunté si tenía la nariz tapada. Rodolfo pasó de primera a cuarta, el motor gruñó y después empezó a levantar tierra a lo loco. Subí el vidrio. Una de las chicas empezó a toser, supuse que era Sarah porque tenía una voz más gruesa.
—Un poco de tierra y ya les da por la tos. Son flojas las yanquis, me entendés.
—No son yanquis.
— ¿Ah no?
—Son de Nueva Zelanda.
— ¿Y eso?
—Está lejos, cerca de Australia. Es conocida la selección de rugby.
— ¿Los negros?
—Esos.
—No se parecen en nada, me entendés.
Rodolfo se prendió un cigarrillo, de repente se armó una cápsula de humo. El olor del tabaco se mezclaba con el perfume barato, la transpiración ácida y la tierra seca. Sarah tosía cada vez más. Le pedí que lo apagara, pero no me contestó. El Manso se lo exigió. Dos veces. Entonces tiró el pucho por la ventana, pero le erró. Rebotó en el techo y le cayó encima. Empezó a moverse como un jinete espástico y la camioneta a corcovear como un caballo mañero. Puteó algo inentendible. Encontró la colilla debajo de su pierna derecha, le dio una seca más y por fin le embocó al agujero. Sarah ya no tosió más. Se abrazó con Kim y se quedaron en silencio.
—Che, loco, tranquilo. Las asustaste a las chicas –le dijo el Manso con una mano en su hombro.
—Vamos a las dunas. –contestó con una mano en mi pierna.
— ¿Es el nombre del hotel? –le dije corriendo la gamba.
—No.
—Vamos al hotel, che. ¿Qué mierda son las dunas?
—Un lugar acá cerca, me entendés. Lindo.
—Dijiste que nos ibas a llevar al hotel.
—Eso después.
Las pibas siguieron calladas. Yo me acurruqué contra la puerta y seguí intentando convencer al tipo para que nos lleve directo al hotel. La chata se metió en la noche. Cafayate ya era puntitos amarillos cada vez más pequeños. De repente se escuchó un mínimo sollozo, como un hilito de aire pasando por un tubo. Fue Kim.
—Pará la chata. —Ahora el Manso le puso las dos manos como si fuera a masajearlo o a ahorcarlo.
El tipo no hizo caso, entonces empezó a apretarle el cuello y a gritarle que frene. Rodolfo giró el volante para un lado y para el otro, en zigzag, como esquivando un campo minado. El Manso sacó las manos y se echó para atrás. Las chicas empezaron a llorar sin vergüenza, con miedo. Mucho. Kim me agarró el brazo y lo apretó fuerte. Me empezó a preguntar qué pasaba. Me suplicó que querían volver al hostel. Le prometí que íbamos a volver. Seguimos casi un kilómetro así hasta que de pronto clavó los frenos y me choqué con el parabrisas.
—Llegamos.
Miré para fuera. Había unos médanos.
— ¿Y qué mierda hacemos acá? –le preguntó el Manso.
—Vamos a culear, me entendés.
— ¿A qué? –esta vez no entendí lo que dijo.
—A culear, a las yanquis, me entendés.
—Estás loco, viejo choto. Llevanos para el hostel o te cagamos a trompadas.
—Primero vamos a culear –me dijo firme, poniendo su mano derecha casi en mi pija.
Lo empujé para atrás y me bajé rápido de la camioneta. El asiento quedó libre. El Manso siguió amenazándolo, hasta que el tipo abrió la guantera y sacó un chumbo. Lo empezó a agitar como si fuera una maraca. Entonces mi amigo se calló. Kim y Sarah se pusieron a gritar, y se bajaron a los tropiezos. La primera cayó sobre la tierra y la segunda sobre la otra. Las ayudé a levantarse. Tenían la cara con barro por el llanto y el polvo. El tipo sacó las llaves, se bajó y siguió revoleando la pistola.
—Vamos a culear de una vez. Dale putas, vengan para acá o las cago a tiros, me entendés. O vení vos, me da igual –me señaló con la punta del fierro haciendo como si fuera su poronga.
El Manso se quedó arriba de la chata, intentando llamar a Maxi, acostado sobre el asiento trasero. Rodolfo se avivó que faltaba uno y fue hasta la puerta, la abrió y lo empezó a empujar de la pierna y a decirle que lo iba a matar. El Manso se retobó y lo sacó de una patada en el hombro. Un tiro le rozó la cabeza y estalló la ventana de la puerta donde se había sentado Kim. Varios vidrios cayeron sobre la cabeza del Manso que por fin salió.
—La próxima te vuelo el mate, me entendés, mocoso. Dame el teléfono.
Se lo entregó y vino a donde estábamos nosotros. Tenía algunos pequeños cortes en la cara.
—Ahora vamos a empezar a jugar. Vos –apuntándome –. Movete, ponete ahí… entre él y el resto–. Ahora vos –era el turno del Manso –al lado de tu amiguito, me entendés.
Quedamos así, Rodolfo en el medio con el fierro en una mano y la otra adentro del bolsillo. A su izquierda nosotros dos y a su derecha Kim, con dos grandes ojos blancos como huevos cocidos, y Sarah, que miraba para abajo y de tanto en tanto soltaba algún gemido. Estaban agarradas de la mano y cuando una temblaba le pasaba la descarga a la otra.
— ¿Tienen frío? —les preguntó. Las chicas se miraron aterradas. Después nos miraron a nosotros, y el Manso les tradujo —. Deciles que se abracen, si tienen frío.
Las chicas dijeron que estaban bien así, pero Rodolfo insistió. Se abrazaron.
—Ahora dense un beso. Pero uno con lengua, largo, me entendés.
El Manso lo miró y este le hizo una seña con la cabeza para que les comunique el mensaje. Sarah soltó el llanto. Kim le agarró la cabeza y la puso contra su pecho.
—Kiss… Kiss —gritó mientras apuntó directo a la cabeza de Kim.
Entonces levantó la cabeza de su amiga y le dio un beso en la boca llena de saliva, mocos y lágrimas. El tipo se acercó enojado y empujó a Sarah para atrás. Le puso la pistola en la panza a Kim y con la mano izquierda sobre la nunca la trajo para él. Abrió la boca grande y empezó a mover su lengua por toda la cara. Después la alejó y volvió a mirar a Sarah que estaba en la arena.
—Así… así se hace, gringa puta —la agarró del brazo y la levantó. La puso frente a su amiga y no hubo que traducir nada. Se empezaron a besar —. Good, good —le dijo a Sarah metiéndole la punta del chumbo por el culo. Después, se lo llevó a la nariz, olfateó como perro hambriento y volvió a su lugar. Nos miró a nosotros que estábamos quietos como granaderos custodiando una tumba — ¿Tienen frío?
—No –respondí.
—Bajate los pantalones entonces.
Seguí inmóvil, como si no entendiera castellano.
— ¿Sos sordo o pelotudo? Ayudalo vos, que es medio tarado pobre.
Entonces me empecé a desabrochar el jean, pero Rodolfo me frenó y le volvió a decir al Manso que me ayudara. Que directamente lo hiciera él. Mi amigo, a quien conocía desde hacía veinte años, agarró el cinturón como quien tiene que desconectar los cables de una bomba y le sacó la hebilla. Después miró a Rodolfo que con su mano le señaló que siguiera. Desabrochó el primer botón, bajó el cierre y luego el jean. Me quedé en calzones con los pelitos de las piernas parados y la carne como un pollo congelado.
—Dale, seguí.
El Manso me miró con vergüenza y me pidió perdón. Yo estaba petrificado. El frío y el miedo habían llevado mi pito a un tamaño de bolsillo. Las chicas dejaron de besarse para contemplar la pequeñez de mi hombría puesta al servicio del invierno salteño y de un sátiro perverso.
—Vas a tener que laburar, me entendés –le dijo soltando una risa burlona –. Dale, empezá antes de que desaparezca.
La mano chivada, la misma que choqué durante años, la que me abrazó miles de veces, ahora la tenía en mi pija, que se escabullía y se contraía como un acordeón desafinado y maltrecho.
—Dale con las dos. Hasta que se ponga dura, me entendés, vos metele.
La empezó a amasar hasta que se puso gomosa. Sarah y Kim miraban atentas, como si fuera una atracción turística, un amigo pajeando al otro a la luz de la luna. El tipo se había olvidado de ellas. Cada tanto las relojeaba para ver si todavía estaban. El Manso siguió laburando, como un artesano, buscando que mi verga empiece a levar como un pan de calidad, pero seguía flácida.
—Es hora ya.
Los dos miramos a Rodolfo con un poco de esperanza. Se terminó, quizás. Nadie se animó a preguntar.
—Sacá las manos.
Sacó las manos como si mi pija quemara.
El Manso se fue un paso atrás y empezó a negar con la cabeza. Rodolfo se acercó con el fierro apuntándole a las pelotas. El Manso siguió retrocediendo hasta que un balazo le pasó a un metro. Yo seguía quieto, con mi pito que volvió a esconderse por el ruido del cañonazo. Entonces se me acercó el loco, me rodeó y se puso atrás. Empecé a temblar.
—Volvé y metele la verga entera en la boca, o lo cago matando a tu amiguito, me entendés —me escupió las orejas y la nuca.
Se arrodilló en la mezcla de arena y tierra, y llorando puso mi pija en su boca. Las lágrimas estaban tibias. Me puse a mirar el cielo primero y después a Kim. Lloraba también y se abrazaba a la amiga. La imaginé a ella agachada, poniendo esos labios casi azules sobre mi pija, sacando su lengua neozelandesa y succionando como a un helado. Se me empezó a despertar y sentí la primera arcada de mi amigo. No me importó, había que terminar esto de una vez. Seguí mirando a Kim. Otra arcada. Otra más y sacó la boca para vomitar los pedazos de carne de las empanadas.
—Bueno, ahora que ya hiciste espacio, es hora de volver a comer.
El Manso siguió tirado doblándose de dolor y vergüenza, con la cara llena de barro y bilis. Se puso boca abajo, con los brazos sobre la cabeza y se puso a gritar, a implorar que lo matara a él, que lo hiciera rápido. Rodolfo me corrió para un costado y se acercó hasta donde estaba mi amigo. Le puso la punta del fierro en la mitad del cráneo. Después me miró y me dijo.
—Voy a matar a uno solo, me entendés, así que elegí. Lo mató a él, o te mato a vos.
Miré la espalda de mi amigo, sus piernas, sus brazos, todo su cuerpo lleno de espasmos. Miré a las chicas que estaban abrazadas sin emitir ruido y miré a Rodolfo con las dunas de fondo. Después, me levanté los pantalones, me ajusté el cinturón, di media vuelta y me puse a caminar en silencio. A los pocos pasos se escuchó un último fogonazo. Frené, me miré las piernas, me toqué la cabeza y seguí caminando ahora con los ojos en la arena que de a poco se convirtió en tierra. Nunca volteé. La noche había llegado a la temperatura más baja.
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