“Nueve y cuarenta y cinco. Otra vez esa puta hora y media extra acá. Una vez más regalándole tiempo a estos mediocres y sin poder hacer nada”, se dijo a sí mismo mientras apagaba la computadora y guardaba las últimas cosas en el morral de cuero que lo acompañaba todos los días en esa tortura. Se fijó que no quedará nada prendido, apagó las luces y cerró de un portazo. De esos que se hacen escuchar y avisan algo. Tocó el botón para pedir el ascensor y mientras lo esperaba miró con algo de resentimiento a esos cinco pisos de escaleras que cada día lo unían a esta pesadilla interminable. También pensó en la alegría inmensa que algunas veces, muy pocas, esos escalones, bajados a toda velocidad, le generaban. Generalmente tenía que ver con algún programa que tenía organizado después del laburo y que le dibujaba una sonrisa todo el día. O, en casos aún menos cotidianos, el simple hecho de salir en su horario le daba una inyección de energía inimaginable que lo hacía correr piso por piso queriendo “ganarle al sistema” y llegar a su casa en un horario digno. Esta noche no era una de esas excepciones…
Bajó a la vereda y respiró hondo. Encaró la calle Freire con bronca atragantada hacia su jefe. Una vez más lo habían tomado de pelotudo y era el último en irse. Volvía a llegar tarde a su casa, ya con los supermercados cerrados y sin comida en la heladera. Sabía que no quedaba otra que llamar al delivery cuando llegara, y aunque una parte de él ansiaba comer esa milanesa napolitana de La Continental, otra parte le reprochaba el hecho de seguir gastando doscientos pesos por comida sin razón alguna. “Debería ir a hacer las compras en algún tiempo muerto del laburo”, pensó con cierta ironía sabiendo que los únicos 20 minutos que tenía libre solo le alcanzaban para comprar un sandwichito en el quiosco de la esquina y devorarlo como si no hubiera mañana.
Cruzó Lacroze a toda velocidad. Se acordó que tenía los auriculares en uno de los bolsillos y decidió ponerle algo de ritmo al viaje. Buscó en Spotify algo que le diera una “melancolía agonizante” pero lo suficientemente movida para “hacerlo mover el piesito en el bondi”. Se cruzó con Frank Ocean y no dudó en darle play. El paso se hizo algo más rápido con la intención de llegar a tiempo para enganchar el 39 ramal 2 en Jorge Newbery y Conesa. La suave voz que salía de los auriculares consiguió bajarle un cambio y le regaló esos minutos de paz que necesitaba.
Llegó a la esquina donde todos los días esperaba la llegada de su ya “amigo” 39 ramal 2 y se sentó en la vereda a esperarlo. Esos quince minutos que tardó en llegar le sirvieron para hacer una catarsis interna sobre lo que le había pasado este último tiempo en el trabajo que un día fue de ensueño y que hoy no era más que una pesada mochila sobre su espalda. Horas extras, poco tiempo para sí mismo y amigos, cientos de mails respondidos sin sentido y muy pocas neuronas quemadas con un propósito lógico o importante -por lo menos para él. El bondi lo recibió con las puertas abiertas diecisiete minutos después de que se sentara en la vereda y comenzara su “espera reflexiva”. Eran las diez y doce minutos.
Subió y escaneó como un profesional la realidad del colectivo casi vacío. Un tipo cabeza gacha mirando el celular con su mameluco de obra, habría sido de los últimos, como él, que abandonó la construcción. Dos chicas de unos veinticinco años algo arregladas se preparaban para lo que podría ser una cena de amigos en Palermo o una noche de levante. Y en una de las ventanas un viejito de unos sesenta y cinco años añorando con nostalgia las baldosas flojas de Colegiales. No había mucha gente y eso lo ayudó a elegir su asiento preferido: la primera fila de la mitad, justo atrás de una de las salidas, donde el espacio le deja estirar el cuerpo y apoyar los pies en una de las barandas.
Se dejó relajar y por un momento se olvidó la pesadilla rutinaria que tanto lo afligía. Cerró los ojos y sintió el repiqueteo de los adoquines masajear su cuello. Fueron unos minutos de éxtasis dentro de tanta agonía.
El bondi avanzó por el mismo camino de siempre. Aunque algo adentro suyo hubiera querido que alguna excusa lo hiciera desviarse y mostrarle algún rincón recóndito de la ciudad todavía falto de explorar por sus ojos; el circuito Colegiales-Palermo-Recoleta se mantuvo fiel a su rutina. Una vez más las luces de la ciudad lo encandilaban mientras el colectivo agarraba la avenida Santa Fe y lo acercaba todavía aún más a su casa. Eran casi diez y media, la panza le hacía ruido y la falta de esa milanesa napolitana en su boca empezó a propinarle alucinaciones gastronómicas no recomendables para el ser humano. Supo que solo existía una solución: arrastrar el dedo y pedirse algo en La Continental de cerca de su casa. Se le hacía agua la boca…
Frank Ocean siguió dándole a su noche esa “melancolía suicida” algo abarrotada por los ruidos de las bocinas de los autos y algún que otro grito que se coló por la ventana del colectivo. Empezó a divagar con pensamientos irreales sobre renunciar al otro día, mandar todo a la mierda y decirle a su jefe que se había cansado de trabajar esas horas extras por nada. De contarle el vacío en el pecho que le provocaba ir todos los días a su oficina y lo miserable que lo hacía cada vez que cerraba la puerta y el silencio se apoderaba del lugar. Putearlo en la cara por las veces que lo hizo sentir un pelotudo por errores suyos y darle una palmada en la espalda para motivarlo, esa que él nunca le dió. Hablarle de todas esas noches que se tuvo que perder por quedarse respondiendo mails hasta cualquier hora o de el día que no pudo ir al cumpleaños de su mejor amigo “porque estaban terminando los balances del mes y era fundamental pasar la noche en la oficina”.
Entre tanta ensalada de pensamientos y situaciones hipotéticas, el bondi llegó a la esquina de Talcahuano y Santa Fe. Se levantó de un tirón, tocó el timbre y se bajó. Desde ese instante empezó a sentir el olor a milanesa y su mente abandonó el enojo, lo cambió por hambre y ganas de una birra fría. Buscó la comida, compró dos latas de cerveza heladas y subió a su casa. Apoyó el morral de cuero en una de las silla del living y sin darse un segundo para descansar, cambiarse o ir al baño; se devoró la napolitana. Bocado a bocado, haciendo una pausa solo para sentir la malta correr por su garganta y disfrutar como su amargura lo llenaba de felicidad. Eran casi las once de la noche. Intercaló la comida con algunos videos de Instagram, leyó Olé y respondió algunos mensajes que había colgado durante el día.
Con la panza bien llena y todavía una lata en la heladera, llegó el tan esperado “tiempo para él”. Aunque suyo, estaba lejos de parecerse a las aventuras que se dibujaban en el interior de su cabeza, de hecho, no era más que otro celoso itinerario con tintes de “libertad”: una noche larga con brotes de insomnio, los últimos capítulos de Maniac para distraer la cabeza y una alarma que lo empezaba a acechar con ansias. Una alarma que lo único que hizo es marcarle la vuelta a otra rutina y el fin de las proyecciones con jefes decapitados, horas extras remuneradas y tiempo para sí mismo.
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