A los 10 años mis compañeras del colegio me molestaban. La acusación era grave en la escala de valores de ese microclima que es el colegio católico primario: me copiaba la risa de mi mejor amiga, ergo, era una falsa de mierda, una copiona que carecía de personalidad. Ante todo, los chicos de primaria sabemos adjetivar con precisión.
Frente a las acusaciones de mis compañeras de curso yo no tenía mucho que decir; mi risa era la misma que la de Agustina. Pero aunque las demás me acusaban de copiona, la verdad era que la risa de mi amiga se me había contagiado, poseyéndome por completo sin que yo tuviese más opción que adoptarla como propia hasta que una nueva risa llegara a ocupar ese lugar.
Esto, de que se me pegaran cosas ajenas, no era nuevo ni exclusivo de la risa de Agustina, y no tenía que ver con si a mí me gustaba o no su manera de reír. Diría más bien que todo lo que me llamaba la atención, de alguna forma, terminaba formando parte de mí por un sistema de anexión sofisticado e indescifrable. Con el tiempo, este sistema se iría perfeccionando.
Yo era muy consciente de mi condición de coleccionista de modismos ajenos. Y, si bien mis compañeras habían reparado en el robo de la risa, mi natural propensión a incorporar se extendía a muecas faciales, ademanes con las manos, palabras inventadas y onomatopeyas de esas que se hacen con la boca (ch, pss, tzá). Mi catálogo era extenso: la mueca facial de Caro, la palabra que inventó Manu y adopté yo también, los ademanes de Joaquín y la forma de mirar de la profesora de Matemáticas. Todos ellos conformaban mi personaje de aquel momento.
Si bien la descripción puede sonar radical, yo era dentro de todo una chica común y corriente – si es que eso existe-, con un talento innato y fuera de control para imitar a los demás, traduciendo física y verbalmente su esencia. El conflicto surgía porque este talento aún no estaba domado, y lo que debía ser una herramienta para utilizar de manera selectiva, era por momentos una fuerza invisible que se apoderaba de mí y me ponía en la escena social como la ladrona de risas. Así empezamos todos lo imitadores.
Comprender de qué se trata esta extraña capacidad de absorción puede llevar años y, en este camino, los demás juegan un rol de público encantado o Dementores que no señalan como falsos o raros. Cuando empecé a indagar en este fenómeno me encontré con personas que pasaban por lo mismo y empecé a darme cuenta de que, en mayor o en menor medida, todos imitamos para sobrevivir.
Imitamos para adaptarnos a un grupo, de chicos o de grandes. No somos iguales con nuestras amigas de la infancia que con nuestro grupo de teatro. Imitamos para vestirnos, para interpretarnos. Imitamos a la hora de formar pareja y construir expectativas. A la hora de tener relaciones. Imitamos para demostrar sorpresa, para complacer. Desde bebés hasta adultos, sabemos que imitar es la puerta de entrada a pertenecer; y pertenecer, desde lo más primario, tiene que ver con no ser excluidos, ergo, sobrevivir.
Hay algunos, sin embargo, que llevan la imitación a otro nivel. Basta recordar al famoso Zelig, personaje de Woody Allen, que sufría un síndrome que lo llevaba a mimetizarse con su entorno. Adoptaba profesiones, conocimiento, banderas políticas y hasta características étnicas. La hipérbole del imitador. Pero no hace falta irnos tan lejos, ¿quién no ha vuelto de un viaje a Córdoba con un poquito de tonada?
Sin embargo, más tangibles y reales que el Zelig son quienes se ganan la vida imitando y que, banalizados en programas televisivos, pasan a veces por meros bufones entre corte comercial y corte comercial. Sobre imitadores y actuación, leí una nota por ahí que decía que no es casual que muchos de los que se dedican seriamente a este oficio no se sientan a gusto con la palabra “imitación”. Para ellos, en todo caso, es nada más que una parte de un arduo proceso creativo que recupera lo aurático y que no se queda en la fotocopia.
Hay muchos ejemplos y cada uno de ellos define lo que hace de una manera distinta. Pero el fenómeno no es exclusivo de la raza humana. Ya todos conocemos la canción que dice “El camaleón mamá, el camaleón, cambia de colores según la ocasión”, y estamos al tanto en mayor o menor medida de que los camaleones son anfibios que cambian de color según la superficie en la que estén posados. ¿Para qué? Para desorientar a sus depredadores y “desaparecer”, cualidades que todos hubiésemos deseado tener en algún momento de nuestras vidas.
Imitar tiene la propiedad de lo que trasciende nuestra capacidad de comprender, porque es antiguo e innato, nos viene en el chip desde los siglos de los siglos. Mi experiencia empezó en la primaria del colegio católico al que fui, donde era tildada de copiona, pero más tarde supe entender esa extraña impermeabilidad al modismo ajeno como un talento simpático y portátil que me haría sobrevivir a varios encuentros sociales y preboliches difíciles. El público ya no me juzgaba, sino que se entretenía con mi capacidad de ‘recuperar lo aurático’.
Este talento poco trabajado, que jamás pedí ni reclamé, viene siempre conmigo y lo ejercito en esas pausas impuestas de la vida cotidiana: mientras me cambio para ir a trabajar o viajo en colectivo; es mi as bajo la manga en cualquier evento social que requiera de un salvataje.
Imitar parece banal y anecdótico, pero su efecto puede ser poderoso. Fredy Villarreal, las neuronas espejo, los camaleones, Fátima Flores o el Zelig; todos caben en una bolsa misteriosa que despierta fascinación, risa y desconcierto. Para escondernos o encajar, por instinto o por placer, todos hemos coqueteado con esa extraña capacidad de absorción.
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