Kenia y Tanzania son dos de los países más visitados del este de África. En sus más de dos millones de hectáreas de “infinitas llanuras” -como les gusta llamarlas- viven algunos de los animales más salvajes e importantes del mundo. Dentro de ese ecosistema, conocido como Masai Mara y Serengeti, sobrevive una tribu milenaria que hasta el día de hoy arrastra costumbres de antaño: los Masai, una etnia a la que tuve la suerte de conocer y de la cual aprendí la importancia de mantener vivas las tradiciones.
Originarios del norte de Sudán del Sur, los Masai empezaron a ser reconocidos como tribu en el Siglo XV por varios de los pueblos originarios que convivían en las grandes llanuras del este de África. Fueron parte del grupo de etnias nilóticas que provenían de un sector del valle superior del Nilo y comenzaron a habitar los territorios de lo que hoy son los parques nacionales Masai Mara (Kenia) y Serengeti (Tanzania) a finales del Siglo XIX, cuando los colonos ingleses empezaron a desplazarlos de sus tierras. Hoy, luego de varios acuerdos políticos, solo una pequeña parte de estos territorios les corresponden y habitan mayormente zonas rurales cercanas a las reservas.
En las afueras del Serengeti, en la la zona de conservación de Ngorongoro, se distribuyen decenas de pequeños poblados Masai donde uno puede conocer cómo vive hoy en día una tribu nacida hace más de 3 mil años. A pocos metros de una pequeña entrada formada por dos columnas de madera que servían de antesala a un terreno circular ocupado por unas 20 casas estilo iglú hechas de barro y caca de ganado, nos recibió un chico que se presentó como David -aunque un tiempo después nos confesó que su verdadero nombre era Kikuy y el otro solo le servía para relacionarse con los turistas.
Alto, unos 30 años, de piernas largas y flacas, tez negra y túnica escocés; David nos sorprendió a mi y a mi hermano con un “welcome ” perfectamente pronunciado. Era hijo del jefe de la tribu, el único, de los más de 30 que tiene el hombre más respetado del poblado, que pudo salir de su pequeño iglú hecho de heces para estudiar idiomas durante varios meses en la ciudad de Arusha y así conocer el “mundo exterior”.
Nos presentó a parte de su familia y nos preguntó de manera tímida si nos gustaría verlos realizar una ceremonia de bienvenida. No hizo falta responder, nuestra cara de sorpresa y felicidad daban noción de que nos encantaría, y así David le dio inicio a un extraño canto que encendió al resto de la tribu. Gritos de poderosas gargantas masai aclimatando la tarde, mujeres de collares coloridos moviéndose de lado a lado y jóvenes con lanzas intentando alcanzar el cielo, eran algunas de las cosas que fueron apareciendo ante nosotros en pocos minutos.
Después de esa calurosa bienvenida, David nos llevó a recorrer su poblado. Caminamos entre las casitas mientras nos contaba su forma de vida.
Hoy en día los Masai son ganaderos, aunque como nos dijo, hace muchos años se dedicaron a la caza. Su riqueza está basada principalmente en el tamaño de su ganado ya que les provee todo lo que necesitan: carne, leche, sangre y cuero. Por eso, sus vacas son lo más importante que tienen, y en la mayoría de los casos definen la suerte de todo hombre y mujer que nace en sus tierras. ¿Por qué? Porque aunque estemos en el 2017, ellos siguen sus costumbres milenarias y arreglan los matrimonios por un puñado de animales.
En esta sociedad patriarcal y sumamente machista, donde el hombre -sí, solo ellos- puede tener muchas mujeres, los casamientos se definen entre el padre del chico y el de la chica. El de ella le pone precio a la libertad de su hija: varias cabezas de ganado específicamente seleccionadas pueden cerrar el trato en muy poco tiempo.
Mientras David nos decía esto, nuestras caras no podían disimular extrañeza, por eso, para dejárnoslo más claro nos lo explicó con una frase que hasta el día de hoy retumba en mi cabeza. Con total sinceridad, y algo de timidez, el joven Masai nos dijo “se que ustedes se casan por amor, pero para nosotros eso no es una opción”. A diferencia de lo que uno podría creer, en sus palabras no había pena ni resignación, si no más bien naturalidad.
Iluminados por la luz de un celular, entramos a una de las pequeñas casas de barro. Sin puertas, solo mediante pequeñas paredes, el espacio se dividía en tres: dos habitaciones y un espacio común. El piso de tierra en cada cuarto estaba cubierto por el cuero de un animal que hacía a su vez de aislante y colchón. El piso de lo que nosotros llamaríamos “living” o “comedor” estaba cubierto por cenizas.
Una de las habitaciones era para los hijos -dos o tres según el caso- y la otra para la mujer. El hombre suele tener su propio espacio, y cabe destacar que una vez que contraen matrimonio es ella la encargada de “construir” el nuevo hogar que será colocado a la derecha del que ya tiene su esposo. En caso de ser la segunda, el lugar será del lado izquierdo.
Afuera de la casa se encontraban dos chicos con la cara pintada de blanco. Obviamente nos llamó la atención porque eran los únicos con esta distinción. Ninguno superaba los 13 o 14 años, llevaban túnicas negras con alguna decoración blanca, y sus cuerpos flacos, casi escuálidos, los diferenciaban del resto de las personas.
“Están pasando de la niñez a la adultez, fueron circuncidados y estuvieron algunos meses lejos del poblado sobreviviendo a ‘la vida salvaje’. Si lo logran, es porque están listos para las obligaciones que conlleva ser un adulto y lo celebramos con la bendición del jefe de la tribu. Ese día se les regala ropa de color rojo, para que todo el mundo los identifique como Masais” nos explicó David mientras sonreía.
El recorrido terminó en la casa más grande de todo el poblado. Un poco alejada y con techos altos, se trataba de la escuela, una única aula donde chicos de todas las edades iban día a día a aprender idiomas, cultura y costumbres. Más de veinte chicos de no más de 10 años repetían palabras en inglés y swahili -el idioma oficial de Tanzania y Kenia.
Debido a la gran cantidad de turistas que los visitan año a año y al crecimiento de las ciudades que los rodean, muchos Masai deciden aggiornarse al nuevo mundo globalizado dejando atrás esas costumbres que los transformaron en los guerreros más poderosos del este de África. Por eso, para quiénes aún viven en comunidad, la educación es tan importante.
David nos despidió pidiéndonos que por favor les contemos a nuestros amigos y familiares de ellos, los Masai, para que su nombre y su cultura no se pierdan. Para que todos entiendan que en el mismo mundo donde vivimos nosotros existen personas que no necesitan de internet ni un microondas, que no suben fotos a Instagram ni eligen películas en Neflix. Para que sepamos que las costumbres y las tradiciones pueden durar milenios, y que “evolucionar” como nosotros creemos no siempre es el camino.
Su machismo, su poligamía, sus ganados y casas de barro seguirán existiendo muchos años más; aunque la globalización intente poco a poco vencer a la historia.
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