“Soy inteligente, ya voy a salir. Ustedes ni lo intenten, es el demonio. Se lo que les digo”. Así nos advertía Baboo a mis dos amigos y a mí que no consumiéramos crack. Demasiado tarde, lo habíamos hecho un par de noches atrás.
Lo tomamos por accidente, mejor dicho, lo tomamos sin saber que era crack. Nos lo habían vendido como MD, algo que ya habíamos probado en Buenos Aires. El gusto era parecido, el color no tanto, pero supusimos que era el color que tenía el MD a más de 15 mil kilómetros de distancia de casa. Nos equivocamos.
Lo habíamos tomado la primera noche que llegamos a las Gilly Islands, unas islas mínimas de Indonesia que son famosas por sus playas paradisíacas y por la ausencia de presencia policial. Por esta combinación, el turismo que llega ahí son parejas en luna de miel, familias que quieren disfrutar las comodidades de un all inclusive o gente como yo y mis amigos que buscan joda a la noche y paraíso durante el día.

Al igual que como hacemos con el MD, diluimos el crack en agua para tomarlo. Nos había dejado bastante colocados, pero colocados bien. Estuvimos toda la noche bailando y hablando con gente de todas partes del mundo. Dos hermanos canadienses, dos chicas chilenas, un pibe de Azerbaiyán, un estonio y algunos locales.
En realidad, los locales que conocimos eran los transas que nos habían vendido el falso MD. Los encontramos bailando desaforados en un bar que daba a la playa. Era obvio que algo tenían y queríamos que nos lo compartieran.
“¿Tienen MD?”- les pregunté sin vergüenza.
“Yes”- Me contestó el más alto del grupo y me llevó del hombro hasta un barquito estacionado en la playa. Cuatro amigos suyos y mis dos amigos nos siguieron.
Nos sentamos todos en ronda donde la luz nos diera. El alto se presentó. “Mi nombre es Izzy”, sacó una bolsa y me dijo su precio en rupias.
Con mis amigos juntamos la plata y compramos dos bolsas, las suficientes como para pasar una gran noche bailando sobre el Océano Índico y conocer un montón de gente extravagante como interesante. Esa bonita mezcla que tienen los viajes.
El problema fue cuando llegamos al hotel. No pudimos pegar un ojo. Nos acostamos, nos levantamos, nos volvimos a acostar y nos volvimos a levantar. Estábamos demasiado estimulados como para poder dormir. Seguimos de largo todo el día. Tan arriba estábamos que hasta esa noche, con 48 horas encima sin descansar, fuimos a bailar a un bar que abría sobre la playa.
A la vuelta del bar nos encontramos de vuelta con Izzy. Nos volvió a ofrecer MD. Discutimos durante varias horas el precio hasta que aceptó vendernos tres bolsas a poco más de la mitad del precio original de una. Nos dijo que no tenía el MD encima y que tenía que ir a buscarlo a la casa de su “Boss”.
Izzy fue, nosotros lo esperamos en la puerta del hotel. Cuando volvió nos dijo que su “Boss” estaba durmiendo. Nos ofreció darnos una sola bolsa y nos dijo que al otro día nos iba a dar las dos faltantes. Mientras arreglábamos todo eso, un sereno del hotel se asomó a ver qué estaba pasando. Lo saludamos, le dijimos que estábamos hablando con unos amigos y que en un rato entrábamos.
Cuando terminamos de acordar la entrega entramos al hotel. El sereno nos estaba esperando.
“¿Le compraron droga a ese?”
“Hoy no, ayer.”
“¿Qué le compraron?”
“MD.”
“¿Puedo verlo?”
Sacamos la bolsa y se la mostramos.
“Eso no es MD, eso es cristal meth”.
“Pero nos dijeron que era MD”.
“En esta isla no hay MD, es imposible conseguirlo. Solo hay cristal meth”.
Con mis amigos nos pusimos a discutir sobre a quién creerle, si a nuestro nuevo amigo o a nuestro transa. No llegamos a ninguna conclusión.
Al otro día Izzy nos estaba esperando en la puerta del hotel. Venía a traernos las dos bolsas que nos adeudaba. Nos dijo que había estado toda la noche despierto esperando a que su “Boss” se levantara y que de ahí se fue directo a nuestro hotel.
“Nos dijeron que lo que nos vendiste no es MD. Nos dijeron que es crack. ¿Es verdad?”
“Sí”. Nos dijo con una honestidad inesperada. “En la isla no hay MD. Solo hay meta. Pega parecido”.
“No lo queremos”.
“OK”. Y sin siquiera intentar convencernos Izzy se fue.
La sensación era mixta. Nos habían engañado pero al mismo tiempo sentíamos una estúpida alegría por saber que habíamos probado y sobrevivido a la de Walter White.
Esa especie de alegría adolescente se diluyó cuando conocimos a Baboo, un adicto al cristal. Nos encontró sentados sobre una plataforma de madera contemplando el mar. Nos hizo algunas preguntas amistosas y se sentó con nosotros a hablar.
Nos explicó el verdadero funcionamiento de la paradisíaca isla. Muchos chicos de entre 16 y veinti tantos, llegan ahí a buscar trabajo en alguno de los tantos hoteles o bares que hay. Los que no lo consiguen, terminan trabajando de la única alternativa que encuentran: ser transas.
La falta de policía y la gran cantidad de turistas jóvenes hacen de la isla un lugar ideal para vender drogas. Algunos australianos y europeos, en complicidad con adultos locales, reclutan a chicos como Baboo o Izzy para que distribuyan sus drogas. Así se convierten en sus “Boss”. A cambio, les dan un porcentaje muy pequeño de plata y bastante droga, casi siempre cristal meth.
Para saciar a sus ambiciosos jefes y ahorrar aunque sea un poco, los pibes necesitan pasar varios días sin dormir o hasta semanas. De hecho, compiten entre ellos ostentando sus récords, como si eso les diese cierto status. La única manera de llegar a esto es fumando en sus pipas de vidrio un poco de meta.
“No quiero dormirme. Si lo hago, puedo despertarme dentro de dos días y agotado. Así por lo menos estoy más vivo”.
Baboo tenía 24 años y vivía en Gilly hacía siete. Llegó desde la vecina isla de Lombok con la secundaria completa y un bolsito lleno de proyectos. Su mamá, según él una cocinera excelente, había quedado ahí con su hermano menor que todavía seguía estudiando. Su papá trabajaba en una óptica en Bali, así que se veían muy de vez en cuando.
Le gustaba cantar. Interrumpió varias veces nuestra conversación para entonar algún tema y hacer la percusión en las tablas de madera sobre la que apoyaba sus piernas. Cantó varios temas de Bob Marley y también se animó con “Héroe” de Quique Iglesias.
Cada tanto, cuando podía trabajaba como repositor. La guita que ganaba por eso, “la buena”, se la mandaba al hermano para que pague la escuela. La que ganaba vendiendo droga, “la mala”, la usaba para esa parte viciosa de su vida que ya “pronto iba a dejar”.
A medida que avanzaba en su descripción mi espalda se deslizaba por el poste que me servía de respaldo, me iba encogiendo y ensimismando. Me iba escondiendo como una tortuga adentro de su caparazón. Ya no me salían las palabras, como si hubiese olvidado todo lo que sabía en inglés, a tal punto que el propio Baboo se reía de mí.
A mis amigos y a mí, lentamente nos iba cayendo la ficha de que inconscientemente habíamos sido un eslabón de esa cadena. De esa estructura que ya no podíamos romper. Indirectamente estábamos siendo cómplices de esos arruinawachos, estábamos cebando esa destrucción. Esa isla de agua transparente, arena blanca y palmeras con cocos, se había transformado en el lugar más lúgubre y sombrío en el que alguna vez hayamos estado.
Baboo nos dijo que esa noche quería salir con nosotros. Nos despedimos prometiéndole que lo íbamos a hacer. Que le hacía una mancha más a nuestra hipocresía.
Llegamos al hotel casi sin hablar y nos dispersamos. Los tres estábamos angustiados por una situación tristísima que de repente se nos había revelado; pero al mismo tiempo sabíamos que tarde o temprano, en Gilly o en Buenos Aires, íbamos a seguir contribuyendo, ahora conscientemente, a que otro Baboo exista. Porque el negocio de lo ilegal, y varias veces de lo legal, necesita de chicos así para que esta rueda siga girando.
No Comment