Un día como hoy pero de 2008 Albert Hofmann dejó este mundo para unirse al de los “espíritus de la naturaleza” que tanto había perseguido en vida. Es conocido como “el padre de la psicodélia” y fue el primer hombre en sintetizar la dietilamida del ácido lisérgico popularmente conocida como LSD.
Albert nació en Baden, en el cantón Aargau (provincia Argovia en castellano) al norte de Suiza, una ciudad hundida en las montañas donde el verde desborda los caminos y se cuela por los jardines de las casas.
Nació en una familia humilde y religiosa y perdió rápidamente a su padre, lo que lo obligó a tener que trabajar desde joven. Sin dejar la fábrica, estudió química en Zurich, recibiéndose sin problemas y con una tesis doctoral sobre la “quitina” que le abrió las puertas del mundo de la investigación.
Esta mezcla de naturaleza, humildad, religión y ciencia, fueron la receta de Hofmann para convertirse en el más famoso de los científicos humanistas y llevar durante 102 años una vida marcada por la espiritualidad.
Leí muchas veces por ahí que Hofmann descubrió la LSD “de casualidad”. Yo creo que tuvo mucho más que suerte, pero mucho más valioso que cualquier apelación imparcial mía, es el relato del propio protagonista en su libro “Mi hijo problemático”, en el que explica ccmo fueron las investigaciones previas, como vivió aquellos primeros viajes y cual fue la repercusión de su creación en el mundo de entonces.
Comienza este con una frase de uno de sus referentes, el científico francés Luis Pasteur, que dice:
“En los campos de la observación el azar no favorece más que a las mentes preparadas”.
Para ver como se preparó revisemos un poco su historia y conozcamos su modus operandi.
Dijimos que su tesis sobre la quitina, calificada como “sobresaliente” por sus profesores, lo perfiló para su gran carrera. La quitina es un carbohidrato fundamental de las partes duras (por ejemplo los caparazones o pinzas) de muchos artrópodos como los insectos, arañas y crustáceos. Es lo que les da su rigidez. En esa época su estructura era todo un enigma y la comunidad científica competía por conocerla.
¿Qué hizo Albert a su corta edad? Más como un filósofo o un detective que como un químico, pensó y reflexionó, y se le ocurrió que el mejor lugar para desintegrar estas sólidas estructuras y llegar a sus unidades individuales tenía que ser: el estómago de sus depredadores. Así fue como llegó a la conclusión de que tratando estas estructuras con jugo gástrico de caracol se podían desarmar y dilucidar sus componentes.
Con su doctorado en mano, Albert buscó trabajo en un laboratorio de farmacología que trabaje con productos naturales. Era el auge de la síntesis química y la mayoría de los fármacos se obtenían por esta vía, pero él estaba empecinado con esta idea. Así consiguió ingresar a la parte de productos biológicos de Sandoz (una empresa suiza líder en el descubrimiento de nuevas moléculas).
La misma lógica que usó para la quitina y un instinto voraz, fue lo que implementó en sus estudios del cornezuelo, un hongo que infecta al centeno y es la materia prima para la síntesis de la LSD. Lo primero que hizo fue revisar un poquito el prontuario de aquel hongo loco y encontró que:
– En la edad media fue protagonista de epidemias de intoxicaciones con pan de centeno produciendo en las víctimas gangrena (signo de vasoconstricción) y convulsiones (signo de que pasaba al cerebro).
– A fines del siglo XVI las comadronas (mujeres que se encargaban de las parturientas) lo utilizaban para facilitar el trabajo de parto (estimula el músculo del útero)
Alguna propiedad tenía que tener…
Su jefe había trabajado ya con el cornezuelo del centeno y había descubierto un fármaco que se utiliza mucho hoy en día, la ergotamina, uno de los principios activos del “Migral” (obviamente emparentado estructuralmente con la LSD). También se había descubierto, pero en Estados Unidos, otro derivado, la ergometrina, que también se usa en la actualidad para los sangrados post parto.
Hofmann pidió continuar con ese trabajo y, aunque nadie creyó que fuera a llegar a algo, le concedieron el permiso. En 1938 sintetizó muchos derivados del ácido lisérgico que contenía este hongo, entre ellos la LSD 25 (el piloto n°25 de todos los que hizo).
Cuando le administraron este fármaco a los ratones de prueba no tuvo los efectos que esperaba. Solo se ponían una vincha de colores, agarraban una guitarra y se ponían a tocar temas de los Beatles. ¡Ah no, no existían todavía!
Sin pena ni gloria, Albert siguió con otros derivados del ácido lisérgico, otros cinco años más. Hasta que en 1943, olió sangre. Algo, que ni él sabe bien que fue, lo impulsó a volver a sintetizar la LSD 25 y ampliar los estudios farmacológicos.
Esta vez, cuando estaba recristalizando (es cuando evaporás un solvente y queda el polvito en el fondo) la sustancia, evidentemente tocó con las manos un poco y le pasó esto:
“Tuve que interrumpir mi trabajo, pues me asaltó una extraña intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada”.
Por amor a la ciencia, y sólo por amor a la ciencia – no vayan a ser mal pensados -, decidió probar él mismo la sustancia. Esto era tan inusual para la época como lo es ahora. Por las dudas le pidió a su asistente que se quedara cerca y se mandó 250 microgramos de la LSD. Una dosis pequeña – si no estás usando el alucinógeno más potente que se haya descubierto – equivalente a diez gotas aproximadamente.
Y bueno, se pasó. Es realmente interesante leerlo contado por él, pero resumiendo: se empezó a sentir mal, aunque perfectamente consciente, se volvió en bici a su casa con su asistente a una velocidad impresionante y llamaron a un médico. Sintió que se iba a morir, que la sustancia que había introducido al mundo le daba salida a él. Que la tierra se creaba de nuevo, que todo volvía a nacer tanto adentro como afuera de su cuerpo.
El doctor le dijo que estaba bien, que no había nada de qué preocuparse y después de un rato, no sé como, se durmió. Cuando despertó todo brillaba, la vida le sonreía y su viaje a lo profundo de su ser le había dejado una enseñanza reveladora.
Cuando explicó a su jefe lo sucedido, también por amor a la ciencia, este decidió probarlo con su equipo de trabajo. Y así siguieron todos los científicos del laboratorio Sandoz. Luego otras celebridaes de la época, artistas, actores, músicos y después desconocidos, psiquiatras, psicólogos, médicos y carpinteros.
Todo el mundo comenzó a sumergirse en lo profundo de sus cerebros y desenterrar los secretos más ocultos de sus almas. Por su inigualable poder introspectivo empezó a ser usado por neurólogos, psiquiatras y psicólogos para sus terapias en las que también ellos mismos se administraban la sustancia. Mostró también resultados satisfactorios en el tratamiento de neurosis, trastornos de la personalidad, alcoholismo y como paliativo para enfermos terminales.
Pero bueno, como todos sabemos la psicoactividad y los Estados nunca se llevaron muy bien. La estructura mental de nuestra sociedad no lo permite, la embriaguez está irremediablemente mal.
Cuando la sustancia se popularizó y cualquiera podía conseguirla en las calles, a fines de la década del 60, comenzó a penalizarse su uso. Fuese para fines médicos o recreativos. Lentamente la LSD volvió a la oscuridad. Aunque cuenta la leyenda que hay gente que todavía la consigue.
La LSD no fue la primera sustancia psicodélica. Para la época de su descubrimiento ya se había aislado la mescalina, el activo del peyote que tiene efectos muy similares pero potencia muchísimo menor.
Albert siguió trabajando con otros enteógenos (termino que él comenzó a utilizar y significa “Dios dentro”) y a mediados de siglo sintetizó por primera vez la psilocibina, un principio activo presente en algunas especies de hongos como, por ejemplo, el cucumelo de Argentina o los Teonanacatl y Ololiuqui de México.
Trabaóo con Aldous Houxley, María Sabina y el psiquiatra Salvador Roquet, famoso por sus estrategias terapéuticas y su fórmula mágica: psicodislépticos + psiquiatría + amor + muerte + Dios = SALUD MENTAL.
En 2006, cuando Hofmann cumplió cien años, se organizó en Basilea un simposio en su honor. Sostenido por una lucidez impactante y desbordando sabiduría dio un último discurso en el que agradeció a sus amigos, profesores y familia y a su pequeño descuido de aquella primavera de 1943, que lo llevó a no usar guantes. Cuando le preguntaron por su creación más famosa, dijo lo siguiente:
“En la evolución humana nunca antes había sido tan necesaria una sustancia como el LSD, una herramienta para ayudarnos a ser lo que se supone que somos”.
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