Soy adicto a muchas cosas. Algunas las controlo más que otras, pero esos autos pintados de amarillo y negro que deambulan por la ciudad me atraen demasiado y me he tomado muchos en mi vida. Cuando los veo se que mi bolsillo va a gritar rápidamente “no pajero, no lo hagas”, pero suele ser más fuerte que yo.
El subte es amigo y si está abierto siempre es mi primera opción, pero los colectivos me juegan malas pasadas. De día me mareo en los bondis y de noche su movimiento se convierte en un somnífero que muchas veces me hizo despertar a la madrugada muy lejos de casa. Así muchas veces, a pesar de que me revienten la billetera, decido parar un taxi y llegar sin problemas a mi hogar. Ellos no tienen que parar en una onda verde porque alguien decide bajarse, hacen que llegue más rápido (claramente la pereza y la ansiedad son unos de los defectos con los que más me identifico) y lo más importante: me han dejado anécdotas increíbles.
Para empezar , no solo una vez sino que dos veces, un tachero me bajó en la mitad del camino porque se estaba cagando ¿Qué le va a decir uno al pobre señor con colitis que está sentado manejando hace horas? Calladito y a bajarse.
Por otro lado he escuchado relatos que son difíciles de creer. Un taxista con un campo que queda al lado del de Tinelli y que aseguraba que Marcelo Hugo se cruzaba a su jardín para robarle los duraznos de su árbol. También están aquellos músicos de los 80, que por ejemplo tocaron junto al Indio Solari y Luca Prodan al mismo tiempo, u otro que le tiró un caño al Diego, entre muchísimas otras historias. Yo siempre prefiero pensar que son verdad y volver a mi casa con un cuento nuevo para contar. Pero ni las mejores anécdotas que me han contado, superan una de mis vivencias con un chofer al que nunca más vi, pero que de cierto modo marcó mi vida.
Varios años atrás, luego de salir a bailar, paré un taxi para volver a mi casa. Subí al auto y al poco tiempo comencé a llorar. No me acuerdo qué día fue exactamente, ni de dónde venía y tampoco por qué estaba angustiado – claramente no era nada muy importante, sino me acordaría – pero algunos escabios de más me hicieron lagrimear. A todos alguna vez nos debe haber pasado.
Así continué el viaje, mirando por la ventana. Cuando ya estaba cerca de casa y me moví un poco para sacar del bolsillo la billetera, el chofer clavó los frenos se dio vuelta y me agarró la mano. Lo primero que pensé fue “me roba todo y termino la noche más como el orto”, pero lo que pasó fue todo lo contrario. El tachero subió la mano que tenía libre y mirando al techo del auto empezó a decir: “Señor cuida a este hijo que sufre en este momento, ayúdalo a salir adelante. Guía a este hermano en un camino hacia la paz y el amor…”
Esas fueron algunas palabras de las muchas que el taxista me dedicó. No me dejó pagarle. Bajé del auto sin entender absolutamente nada de lo que había pasado. ¡Wacho! imaginate un toque lo que te estoy contando ¿Cómo carajo reaccionás a las 5 de la mañana a una ocasión como esta? Esa noche, entre el escabio, el llanto y el sueño, lo único que mi cuerpo pudo hacer fue derrumbarse en la cama para dormir y nada más.
En ese momento de mi vida no venía llevando una relación muy estrecha con mi religión – tampoco ocurre hoy- pero los sentimientos hacia este acontecimiento fueron cambiando con el pasar de los días. Primero le conté a mis amigos esto como una situación cómica e insólita, realmente no podía salir de la sorpresa que me había generado, pero con el tiempo – más allá de la creencias del taxista- caí en la cuenta que un desconocido, que ni siquiera me había escuchado hablar y solo me había visto lagrimear un poco por un espejo retrovisor, decidió compartir conmigo su fe y pedirle a su Dios que me ayude a transitar lo que sea que me estuviese pasando, fuera una pavada o no.
Desde que comprendí esto ya no me hago el boludo ni bajo la mirada cuando veo a alguien llorando en un transporte público o caminando por la calle. Intento no molestar pero pregunto si se siente bien o necesita algo. Probablemente no pueda hacer nada útil, pero este tachero del que durante mucho tiempo me reí, me dio un cachetazo y no solo me regaló una excelente anécdota para contar cuando quiero llamar un poco la atención, sino que también, a mi manera, me ayudó a ayudar.
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