Sábado a la tarde en lo de mi abuela Haydeé. Tirado en el piso del living construía un imponente castillo de Legos con todo tipo de defensas que garantizaban la máxima seguridad. Relatando en voz baja, seguía las instrucciones de mi conciencia, que solo me contradecía cuando las sugerencias eran demasiado inalcanzables hasta para mi mundo de fábulas. Con mis escasos nueve años nada podía preocuparme y mucho menos prever que la humillación acechaba silenciosa.
Mi hermana – un año y medio menor – estaba con mi abuela. Mi vieja nos había dejado ahí mientras se ocupaba de sus quehaceres. Me encantaba pasar tiempo con Haydeé, pero a veces no había mayor deleite que entregarme a aquella realidad paralela en la que cualquier objeto inanimado cobraba infinita versatilidad. Acomodaba los últimos detalles de mi obra frunciendo el ceño de concentración, cuando los ruidosos pasos de mi hermana me arrancaron de mi dulce ensueño.
-¿A qué estás jugando?- me dijo.
– Estoy haciendo un castillo para los playmobiles, ¿vos?-
– Estoy cocinando una torta con Haydeé-
– Bueno, avísame cuando terminen qué yo quiero, tanto trabajo me está dando hambre.-
Terminado el escueto diálogo el silencio se apoderó de la escena, pero ella se quedó parada al lado de mi pequeña construcción, como un amenazante Gulliver. Al ver que no volvía a sus tareas la miré desde abajo y ví su cara insinuante, a punto de escupir al mismísimo demonio.
– ¿Sabés qué?
– ¿Qué?
– Papa Noel no existe.
– Jajaja, ¿Cómo no va existir? Existe, pero vos sos muy chica para entenderlo.
– No, no existe, ¿Querés que te muestre?
– ¿Mostrarme qué? Estoy ocupado no tengo tiempo para estas pavadas.
– Mirá, vení. –
Me agarró del brazo y me empezó a llevar por la casa. Me podría haber resistido, pero estaba tan seguro que tenía razón, que esto solo me iba llevar un segundo. Mientras caminaba sonreía pensando en cómo se iba a tener que tragar sus palabras.
Al final del largo pasillo, me condujo a la derecha al cuarto de mi abuela y se paró frente al placard.
-¿Qué? Le dije
– Mirá.-
Con su mano libre abrió la puerta, descubriendo la más terrible desilusión: un brillante traje rojo con bordes blancos y, colgada de otra percha, una bola de nylon blanco que solo pegada a una cara y con mucha fuerza de convicción, podía ser una canosa barba.
Me quedé helado. Tuve que desaparecer. Fui a buscar refugio a otro escondido armario. Sumergido en la oscuridad y el nerviosismo empecé a esforzarme por explicar cómo era posible que, a pesar de que Papa Noel existe, ese traje colgaba en aquel placard. ¿Ayudantes? ¿Actores? ¿Gnomos?
Pero en lugar de encontrar argumentos solo venían a mi mente pruebas que derribaban la coartada del gordo impostor. Tan boludo no soy, todo cerraba de repente. Algo había cambiado.Es impresionante como un simple acto puede marcarnos para siempre. En contra de mi voluntad la lógica ganaba terreno y mi deseo daba paso a la realidad.
Ya no pude contener el llanto. ¿O sea que todo es mentira? Primero el Ratón Pérez y ahora Papa Noel. Siempre, siempre, me engañaron. ¿Qué sigue? Seguramente tampoco existen los reyes, ni Jesús, ni Dios. Hasta me queda la duda que esos dos farsantes con los que vivo sean realmente mis padres.
Encima me lo dijo mi hermana más chica. Seguro que todos los saben, mis primos, mis amigos, todos. Soy el único inmaduro que sigue viviendo en este mundo imaginario.
Mi dignidad quedó desparramada por el piso, ahogándose en el charco de lágrimas.
Ese día mi inocencia huyó espantada y la razón prometió cuidarme para siempre de la fantasía, para no volver a salir herido. Aprendí que no todo es perfecto como en los cuentos y que el crecimiento se paga con duros golpes. Ese día, la niñez comenzó a abandonarme, dándole paso a la adolescencia.
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