Si todavía no leíste las anteriores: I. La Última Cena, II. De Ametralladoras y Mosquitos, III. Manos Marcianas, IV. Hacerle un Gol al Campeón del Mundo
Nací y crecí en Democracia. Uso con libertad cualquier red social y hablo de política cómo y cuándo quiero. Tal vez por eso, me sorprendió descubrir en Guinea Ecuatorial que no podía acceder a Facebook ni darme el lujo de dar mi opinión sobre asuntos gubernamentales. Eso sí, darnos cuenta de que las únicas noticias del país que aparecían en las búsquedas de Google provenían de la página oficial del gobierno nos llevó algunos días…no lo vimos venir.
La ropa de las mujeres y las camisas de los hombres hechas de telas tradicionales con estampados africanos incluían, entre los coloridos motivos, nada menos que la cara del presidente. Imaginen, miles de argentinos usando camisas cuyo estampado retrata la cara bonita de Mauricio Macri, Cristina Kirchner o cualquier primer mandatario. Como conté en la crónica anterior, en cada habitación, restaurante y oficina, había una foto de Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, el Tata,”ÉL”. Una vez más me encontré pensando que no sabía que eso existía de verdad. Pero sí, existe…todo existe.
No me olvido más. Comía pizza en una mesa con diez personas, todos ellos ingenieros que llevaban ya un tiempo viviendo en la isla. Alguien mencionó el tema del registro de conducir y lo engorroso que había sido para él conseguirlo. Repentinamente animada por un tema que no era ni algoritmos ni construcción, comenté lo fácil de falsificar que me parecía el documento, que constaba de un simple papel plastificado. Los nueve me miraron como si hubiese insultado a sus madres, hermanas y abuelas. “No digas eso aquí”, me dijeron muy serios. “Ni de broma”, insistieron incómodos. Al parecer, las sobremesas gozaban de la misma libertad que Facebook…ninguna.
Ya nos habían hablado de lo que pasaba. Sabíamos que ahí no se hablaba de política, no se criticaba al partido en el poder, y mucho menos al presidente. De eso no se hablaba, podía haber consecuencias. Un día, fumando afuera del hotel, coincidí con un piloto de avión que paraba frecuentemente en Malabo. “¿Y te gusta?”, le pregunté para sacar tema. Largó una bocanada de humo eterna, me miró con cara de “no puedo decirte la verdad”, y dijo “Well… you know how it is“. Punto final. ¿Yo sabía cómo era? Lo iría descubriendo con el tiempo aunque nunca llegaría a saberlo como lo sabrán quienes viven ahí.
Había cosas raras, cosas que mi vida desmilitarizada y tranquila en Buenos Aires no me dejaban entender bien. Pensaba que tal vez los demás exageraban o que no podía ser así. Pero era, es.
Un día fuimos a visitar la aldea de Piedad, la chica que trabajaba en la recepción de nuestro hotel y de quien me hice amiga apenas llegué. Fue ella quien me legó una enseñanza de vida de una sabiduría notable. Después de semanas de burlarse de mí por intentar evitar contraer malaria vistiéndome con manga larga a pesar del calor, me dijo: “La malaria es algo mental, en algún momento el mosquito te va a picar, no podés vivir tapada o tomando la pastilla, relajate“. No estoy segura de si el consejo fue responsable, pero lo tomé y safé; aunque probablemente haya sido más por suerte que por poder mental.
En fin, volvíamos de visitar la aldea de Piedad. Su novio manejaba, ella iba adelante y Javier y yo íbamos atrás. Era de noche y manejábamos por los caminos sinuosos y sin iluminación de la isla. A lo lejos vimos unas luces y todos sabíamos lo que eso significaba, un destacamento militar. Nos iban a parar.
Efectivamente un soldado se acercó a nuestro auto haciendo señas con el brazo. El novio de Piedad frenó el auto y bajó la ventanilla, empezaba el show. Yo esperaba muchas cosas de ese momento: que le pidieran mil documentos, que nos tuviesen ahí un largo rato, que nos pidieran plata. Pero lo que pasó no lo vi venir.
El tipo metió la linterna en el auto y nos iluminó a Javier y a mí; y entonces preguntó lo que a él le pareció obvio preguntar: ¿por qué llevan a dos blancos en el asiento de atrás? Abrí los ojos como uno abre los ojos cuando alguien dice algo que está muy mal, es muy zarpado o muy insólito. Eso era un poco de todo eso. ¿Eso era yo?¿una blanca en el asiento de atrás? Me sentí incómoda por su sugerencia de que nos estaban secuestrando o algo así. Les explicamos que veníamos de tomar algo juntos y que solo queríamos seguir viaje en paz.
Las preguntas se pusieron más intensas y más incómodas. Le pidieron un par de documentos extra y se alejaron de la ventana para que no pudiéramos escuchar lo que decían. Cuchicheaban entre ellos con las armas colgando de la espalda, como si acabaran de atrapar a una banda criminal con pedido de captura de Interpol. Mientras tanto, adentro del auto hacíamos chistes para distender el ambiente, pero yo empezaba a preocuparme por estar en manos de un par de soldados, de noche, en una isla en el Océano Atlántico a treinta y dos kilómetros de la costa de Camerún. ¿Quién iba a enterarse si algo nos pasaba? Nadie. Mirar por la ventana y no ver nada más que oscuridad excepto por esa garita iluminada me hacía sentir todavía más abandonada.
Después de estar varios minutos debatiendo con los papeles en la mano a algunos metros del auto, los dos soldados volvieron a acercarse con una expresión que era mezcla de enojo y desprecio. Entonces, para nuestra sorpresa, nos dijeron que “vayamos con cuidado”, y le devolvieron los papeles al novio de Piedad. Con desgano, abrieron la barrera que cortaba el paso de la ruta y, en silencio, nos alejamos a marcha lenta de la garita. En Guinea el límite de cuándo algo podía ponerse feo y cuándo algo sería solo una anécdota de color, nunca estaba del todo claro.
Por eso, y otras cosas, adaptarse a Malabo no es fácil; o al menos no lo fue para mí. La mayoría de la gente es ruda, el trato es áspero, las miradas muchas veces duras. Tardamos en entender lo que pasaba, y creo que aún no lo entendemos del todo. ¿Es eso resultado del clima de censura? ¿El aislamiento del mundo? ¿La mala calidad educativa? ¿La falta de oferta cultural (no hay cine o teatro, ni abundan los cafés; o al menos entonces)? ¿La pobreza? ¿La casi nula industria del turismo? No sabemos lo que vale todo eso hasta que experimentamos su ausencia. Me enojé mucho en ese tiempo en Guinea, la sonrisa que no te devuelven a la larga te agota. Al final, sin querer o de manera intencional, me volví un poco como el entorno: tosca, directa, áspera.
Cuando volví a Madrid hay dos cosas de las que me acuerdo. Una, de volver a sentir el frío natural en la piel. Después de dos meses y pico de aire acondicionado intenso o humedad calurosa, sentir el frío natural en los brazos me produjo una sensación de alivio que no esperaba. El frío, delicioso placer que pasamos por alto. La segunda cosa que me acuerdo es haberme notarme distinta. Para adaptarme a Malabo había ajustado algunas tuercas. La sonrisa fácil y ligera había desaparecido, la amabilidad exagerada también. Tardé algún tiempo en volver a recuperar mis formas propias, no sé bien por qué.
En poco tiempo pasó de todo. Vi cosas que pensé que no existían, me hice un test de malaria, manejé en rutas oscuras y rodeadas de selva, contesté a preguntas insólitas, tuve miedo, sentí una inmensa libertad y experimenté la censura, conocí gente nueva, entendí un poco algunas cosas y dejé de entender algunas otras. En Malabo me pasó de todo.
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