Un día como hoy pero de 1988 muere de una infección generalizada de los órganos agravada por el VIH, Miguel Ángel Peralta. Murió sin esperar a que naciera yo, unos meses después, sin que compartiéramos en este mundo al menos un buen día.
Supongo que para mantenerse inalterable, mítico, perfecto. Para ser la bandera de libertad e inspiración de toda una generación.
Para Gato Azul fue una visión del mundo. Para Jorge Pistochi, un filósofo andariego. Para Melingo un poeta, trovador y compadrito. Para Luis Alberto un juglar, un libro ambulante que cambió sus rimas para siempre. Para Bazterrica un genio, mago, títere, artista, rey, bufón, paladín del canto y del humor. Para mí fue unas palabras de afecto, no encaminadas a persona alguna.
Miguel nació un 21 de Marzo de 1946 en el barrio de Munro. Ese día entonó con un “buaaa” su primera melodía, con voz quebrada y profunda, llena de un amor que venía de no sabemos dónde. Virginia, madre soltera, vino del interior para dar a luz, pero no podía criarlo. En realidad nadie podía, no se aguantaba ni él. Vivió en un orfanato hasta que el dueño se lo llevo a su propia casa a los 5 años. Se fue, o lo fueron, de todos los colegios que conoció, de “la cueva” y de todas las formaciones de los abuelos. Era un emigrado de su casa que vivió en la calle y terminó sexto grado a los 19 años para trabajar en una pizzería.
Pero no ignoraba nada, asistía a la factultad de filosofía como “oyente y buscador” y ya había leído, para esa edad, a Platón, Heráclito, Sócrates y a Eurípides y conocía bien a Borges.
Combinando las tres notas que sabía en la guitarra tocaba folklore y con los frutos de su educación alternativa y su motor interior, iluminaba al que pasara con la claridad que salía de su boca. En el cuarto de la pensión en la que vivía, llena de músicos y bohemios como Moris y Javier Martinez, escribía su novela: “historia universal de la realidad” que nunca pudo terminar porque se ahogaba en un vaso de vino.
Una noche caminando por Pueyrredon y Juncal, vio luz, bajó las escaleras y entró a “la cueva”. Encontró a un grupo de parroquianos de lo más raros y cuando uno lo miró le dijo:
-¿Y a vos que te pasa?-
-A mi nada- le contestó –y, ¿vos qué sabes hacer?-
-Yo, canto- dijo Miguel.
Así empezó a mezclarse con el rock nacional que se gestaba en Buenos Aires, nutriéndose del internacional. Conoció a Donovan, a Bob Dylan y a los Beatles, y encontró un formato donde volcar esa cocktelera que tenía en la cabeza. Se hizo amigo del periodista pipo Lernoud con quien se juntaba a imaginar futuros en “La perla del once”, donde muchos años antes hacían lo propio tantos de sus referentes como Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández y Jorge Luis. Otros piratas como ellos, pero con saco y corbata.
Una vez acompañó a Pipo a una reunión con el productor Ben Molar en la discográfica Fermata y cuando este le pregunto: “¿y vos pibe, tenés un grupo?”. Miguel, que era un propulsor de la verdad pero tenía la mentira en la palma de su lengua, contestó que sí. Y cuando vino el ¿Cómo se llama?, su cabeza que caminaba muy rápido, sondeó el fondo de su alma y no encontró más que una frase del gran Leopoldo Marechal, de su libro el banquete de Severo Arcángelo: “Algún día tendré que llamarlo a usted, hijo de los piojos, abuelo de la nada”. Al escuchar el nombre, Ben Molar hizo un “clack” en su interior, se contorsionó y sin más les dijo: “Tienen horas de grabación dentro de tres meses”.
Ya tenían el nombre, así que salieron a buscar todo lo demás. ¿A dónde? A plaza Francia. No hay duda de que Miguel estaba tocado por la varita. De otra manera no se hubiese cruzado con músicos como Pomo (Invisible) primero y luego Claudio Gabis (Manal), Pappo y los hermanos Jara. Pasados los tres meses, en el año 1968 salió el primer single de “Los abuelos de la Nada” con los temas “Diana Divaga” y “Tema en flu sobre el planeta”.
Por diferencias de visión artística, especialmente con Pappo que quería tocar Blues, aquella primera formación no prosperó. Miguel sacó algunos singles más con temas suyos, entre ellos “mariposas de madera” que empujaron a la superficie a tantos otros como “muchacha ojos de papel”. Pero él que se cansaba rápido de todo y necesitaba salir de una rutina de no tan sanas costumbres, se aburrió de la música, regaló su guitarra y decidió irse con Pipo a Europa.
Anduvo saltando por el viejo continente “como rengo en tiroteo” y trabajando de lo que encontraba: artesano, actor, desocupado y hasta hizo la vendimia en Francia. Cayó preso un año, no se sabe bien porqué, y en la cárcel también hizo buenas migas. Se casó con la bailarina Krisha Bogdan en Ibiza a quién le dedicó el tema “Giran que giran, los sin cabezas” y le puso a su hijo Gato Azul en Londres en 1972.
En esos tiempos conoció a Moshe Naïm un enigmático millonario y productor francés, conocido de Salvador Dali, que veía en el pequeño trotamundos la “encarnación del rock”. Inmediatamente grabaron Miguel abuelo & Nada en el año 73, un disco impresionante que en el link de youtube tiene entre los comentarios el rezo de otro fanático: “el Robert Plant argentino”. Una vez encontré una edición de este LP en una disquería en la calle corrientes, pedían por el 5 lucas.
Pero el rock no había pegado todavía en aquel país y mucho menos aullado por un duende sudaca. El disco no tuvo mucho éxito comercial, comenzaron las diferencias en la banda y Miguel no tuvo la paciencia suficiente para seguir calando en la cultura francesa. A pesar de que Moshe lo quería a su lado para siempre, volvió a las calles de Ibiza a “pesetear”.
Ahí conoció a Cachorro López que ya estaba cansado de andar por ahí escapando a migraciones y volvió a Argentina para unas fiestas. En Buenos Aires se encontró un montón de jóvenes sedientos de música y el clima perfecto para que floreciera la nueva etapa de los abuelos de la nada. Protagonizaban la escena del rock argentino por aquel entonces bandas como Serú Giran y Spinetta Jade.
Entonces lo llamó a Miguel y lo convenció rápidamente para que lo siguiera. Estando acá convocaron a Bazterrica en Guitarra que venía de “La máquina de hacer pájaros”, a Melingo en clarinete y saxo, Polo Corbella en batería y Andrés Calamaro en teclados, y como decía este ultimo: Una delantera con Gustavo y Miguel era para ganar todos los partidos, ganárselos a la vida.
Con esa banda llegó a ser lo que hoy conocemos. Sacó tres discos en años consecutivos, su homónimo (1982), “Vasos y besos” (1983) e “himno de mi corazón” (1984) y otro más en vivo en el opera (1985). Una pila de música que se te mete y te hace mover el cuerpo, llena de enseñanzas y consejos del abuelo, todo eso codificado en la pasta de los vinilos que reposan en la batea de mi estante.
Melingo dijo que hacer un disco en vivo ya es síntoma de final. Y así fue. Una vez más la banda de Miguel mutó de integrantes.
Esta vez fueron, como los presentó él mismo alguna vez: Kubero Diaz, “gran guitarrista e impostor”, Chocolate Fogo, “un manojo de carne, en bajo”, Juan del Barrio “tecladista y bola de saliva”, Pato Loza “el baterista de todos” y Willy crook en saxo. En 1986 sacaron “cosas mías” que pegó rápidamente en Argentina y cuando se iban de gira por Bolivia y Perú para empezar a revolearlo por latinoamérica, Miguel cayó enfermo. No hubo tiempo para más cosas suyas.
Como: “Libertad arte de los decididos”, “todo lo que ata es asesino” o “en islas de tu amor, soy naufrago y bandido”. Yo creo que no hizo más que curarse, de vivir cargando esa bomba sobre sus hombros y de andar vomitando arte, durante 42 años y cinco días.
Pidió que lo tiraran al mar cuando muriera y así lo hizo Gato Azul. En Playa Franca (Mar del Plata) cerca del monumento de otra gran poeta, Alfonsina Storni. Ahora Miguel es parte del mar y se mantendrá para siempre golpeando con su canto y salpicando su poesía.
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